"Quiero hablar de un viaje que he estado haciendo, un viaje más allá de todas las fronteras conocidas..." James Cowan: "El sueño del cartógrafo", Península, 1997.

martes, 9 de octubre de 2007

Críticas a "Una verdad incómoda" (debate)

Cambio Climático (I): Una Verdad Incómoda

Leo con estupor que el gobierno acaba de contratar a Michael Moore como asesor en temas de terrorismo y se ha comprometido a hacer llegar a todos los colegios españoles su película Fahrenheit 9/11.
¿O era Al Gore para temas de CC (o cambio climático)? Bien, Moore, Gore, para el caso es lo mismo: ambos se dedican a hacer cinematografía propagandística con una preocupante falta de respeto por la verdad. En el caso del ex vicepresidente, su lucrativa cruzada político-climática le ha llevado a protagonizar Una Verdad Incómoda, una película bien hecha, dramática y a veces estremecedora, pero con un pequeño inconveniente: está plagada de mentiras incómodas.
Empecemos por la afirmación de que un 100% de los científicos están de acuerdo con sus postulados. Es verdad que hay casi unanimidad en que la tierra se ha calentado (menos de un grado, eso sí) durante el último siglo. Desafortunadamente para la credibilidad de Gore, la unanimidad se acaba aquí. Y si no, comparemos las afirmaciones de la película, no con algún informe de algún científico loco en la nómina de Exxon, sino con el documento que el Grupo Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC) de la ONU hizo público la semana pasada, documento probablemente sesgado a favor de posiciones ecologistas pero que, incluso así, demuestra que la película está llena de exageraciones.
Gore muestra imágenes de un océano Ártico sin hielo y de una Groenlandia y una Antártida descongelándose cosa que, asegura, causará una subida del nivel del mar de 7 metros. Es cierto que la masa de hielo del Ártico se ha reducido durante el último siglo (un proceso que, dicho sea de paso, empezó a principios del XIX, mucho antes de las emisiones de CO2 industriales). Pero en lo que se refiere a la Antártida, el IPCC dice que las temperaturas allí no sólo no han subido sino que han bajado (página 9) y se espera que su masa de hielo aumente durante el próximo siglo (página 13). La película muestra imágenes de una pequeña zona antártica cuyo hielo ha caído al mar, pero esa zona es la excepción en un continente que se está enfriando.
Lo de los 7 metros también es una exageración: la descongelación del Ártico tendrá consecuencias menores sobre el nivel del mar porque su hielo ya está flotando en el agua. Y como, según dice el IPCC, la Antártida no se va a derretir sino más bien al contrario, el aumento del nivel del mar no pueden ser muy grande. Las previsiones del IPCC confirman esa lógica y auguran que el nivel subirá no los 7 que dice Gore sino entre 0,18 y 0,59 metros (IPCC página 11). Las terroríficas imágenes de Nueva York inundándose lentamente y de Holanda, Shangai o Bangladesh desapareciendo y provocando cientos de millones de desplazados forzosos son pues, según el propio IPCC, una fantasía cinematográfica concebida para hacer cundir el pánico.
Gore sugiere que el deshielo de Groenlandia hará que se detenga la corriente del Atlántico que trae agua caliente de los mares del sur y provocará una nueva glaciación en Europa. Los científicos del IPCC están 90% seguros de que eso no pasará (página 12).
Tras mostrar imágenes de la ola de calor que sufrió Europa en 2003, Gore asegura que el calentamiento global causará millones de muertos. El IPCC dice (página 9) que los altibajos climáticos locales como los que sufrió Europa en 2003 no se pueden relacionar con el aumento de CO2. Es más, para ser intelectualmente honesto, a la cantidad de gente que se morirá por culpa del calor, Gore debería restar la gente que dejará de morir de enfermedades relacionas con el frío (hipotermias, gripes, enfermedades respiratorias y cardiovasculares relacionadas con las bajas temperaturas, etc). La película no explica que durante ese mismo 2003 catastrófico en que murieron 34.000 europeos por la ola de calor, también murieron 100.000 europeos de frío.
Aventurándose en el terreno del género cómico, Gore afirma que la gripe aviar, la tuberculosis, la SARS e incluso la guerra de Darfur están causadas por el calentamiento global. Lógicamente, ninguna de esas graciosas aserciones aparece en el IPCC. También enseña un gráfico en el que los costes de las compañías de seguros para hacer frente a los huracanes se han disparado. El IPCC tampoco habla de eso porque todo el mundo sabe que los pagos del seguro aumentan cuando sube el precio de las casas y cuando hay más gente que vive en primera línea de mar en zona de huracanes.
Finalmente, el no va más de la impostura es la imagen de una New Orleáns devastada por Katrina y un Gore explicando que la culpa es el aumento de la intensidad y la frecuencia de los ciclones tropicales por culpa del calentamiento global. El IPCC (página 6) dice que, a pesar de que hay alguna evidencia observacional de que la intensidad puede haber subido desde 1970 en el Atlántico, los datos no permiten ver tendencias a largo plazo ni en la intensidad ni en la frecuencia de los huracanes. Es más, al tomar tierra, Katrina era un huracán menor de fuerza 3-4 en una escala de 5. La razón por la que fue devastador no fue su inusual potencia sino el hecho de que reventó unos diques de contención deteriorados por el tiempo. La ironía es que hacía años que los científicos estaban avisando al gobierno de que cualquier huracán que pasara por encima de los viejos diques podría romperlos y causar una catástrofe. Digo que es una ironía porque, ¿adivinan quien era el vicepresidente del gobierno que decidió ignorar esos consejos y no reparar los diques? La respuesta, señor Gore, sí es una verdad incómoda.

Xavier Sala-i-Martín és Catedràtic de Columbia University i Professor Visitant de la Universitat Pompeu Fabra

La Vanguardia, X-02-2007

http://www.columbia.edu/~xs23/catala/articles/2007/canvi_climatic/canvi_climatic_1_gore.htm



Cambio Climático (II): Mezclar Ciencia y Política

¿Recuerdan aquello de que el siglo XX ha sido el más cálido del último milenio, la década de los noventa la más cálida del siglo XX y el año 1998 el más cálido de la década? Esa fue la frase estrella del informe del Grupo Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC) de la ONU en 2001, la frase que hizo cambiar el debate sobre el calentamiento global. Ocupaba un puesto preeminente en la primera página del informe e iba acompañada de un gráfico que mostraba unas temperaturas extremadamente estables entre los años 1000 y 1900, que luego se disparaban hasta llegar al máximo en el 2000. Era la prueba definitiva de que el siglo XX era anormal y, por lo tanto, de que el calentamiento estaba causado por el hombre.
La frase, repetida millones de veces durante cinco años, se utilizó para desacreditar a los herejes que habían osado decir que las temperaturas podían estar mostrando una recuperación natural después de la pequeña glaciación medieval. Al no mostrar ninguna glaciación medieval, el gráfico era convincente y demoledor, aunque tenía un pequeño defecto: ¡era mentira!
Los datos fueron construidos por Mann, Bradley y Hughes quienes, con los grosores de anillos de los árboles, la densidad de los corales e isótopos atrapados en los hielos glaciares y a través de un complejo método estadístico, reconstruyeron las temperaturas globales durante los últimos 1000 años. En 2003, los canadienses McKitrick y McIntyre descubrieron errores fundamentales en el trabajo de Mann que, una vez corregidos, revelaban que las temperaturas durante siglo XIV habían sido más altas que las actuales. El siglo XX ya no era una anormalidad y la afirmación estrella del IPCC quedaba en entredicho.
Mann y sus colegas reaccionaron y empezó una lucha de titanes científicos. Había tanto en juego que en 2006, el National Research Council de los Estados Unidos formó un comité de expertos liderados por el presidente de la Academia Nacional de las Ciencias Estadísticas Edgard Wegman para investigar el tema. Además de reñir a los paleoclimatólogos por utilizar técnicas estadísticas que no dominaban, el comité fue categórico: el análisis científico no sustenta la afirmación que el Siglo XX, la década de los 90 y el año 1998 son los más cálidos del milenio. A pesar de que el IPCC había otorgado un convencimiento de entre 66% y 90% sobre la veracidad del trabajo de Mann, tanto el gráfico como la famosa frase han desaparecido del informe 2007.
Todo esto lo explico no sólo para recordar una vez más que podría ser que el calentamiento global del siglo XX fuese una oscilación natural que poco tiene que ver con las emisiones de CO2, sino para advertir que cuando el IPCC afirma que hay consenso entre científicos sobre algo, puede ser que ese algo acabe resultando ser falso o que cuando dice que existe una convencimiento del 90%, ese convencimiento puede desaparecer en menos de cinco años.
Dicho esto, el IPCC acaba de hacer público un nuevo documento mucho más comedido, en el que dice que hay consenso y convencimiento sobre lo siguiente:
(1) La cantidad de CO2 en la atmósfera es más alta ahora que antes de la revolución industrial. (2) La temperatura media del planeta ha subido unos 0,74 grados durante el último siglo. La mitad de ese aumento se produjo antes de 1940. (3) Las temperaturas han subido en todos los continentes excepto la Antártida. (4) La masa de hielo en el Ártico ha bajado y algunos glaciares están remitiendo, aunque la cantidad de hielo en la Antártida ha aumentado. (5) El nivel del mar ha subido en 18 centímetros en 100 años.
¿Y qué hay de la nueva frase estelar del informe IPCC 2007: tenemos un convencimiento del 90% de que la mayor parte del calentamiento está causado por la acción humana? Si el IPCC dice que están convencidos en un 90% yo me lo creo. Ahora bien, aquí todo se complica porque una cosa es medir temperaturas y otra establecer causalidad. Sabemos que la teoría del efecto invernadero es cierta: emitir CO2 y dejarlo en la atmósfera contribuye al calentamiento del planeta. También sabemos que las temperaturas han fluctuado históricamente por razones naturales. A partir de aquí, para saber qué proporción del calentamiento es natural y qué parte está causado por las emisiones, los climatólogos utilizan complejos modelos matemáticos con los que, esencialmente, calculan cual hubiera sido el aumento de temperaturas si no hubiera habido emisiones y lo comparan con el aumento observado de temperaturas. Al no poder explicar los modelos todo el calentamiento con causas naturales, una parte debe haber sido causada por las emisiones. Noten ustedes que para que esta conclusión sea fiable es fundamental que el modelo matemático sea correcto. Y aquí es donde existe gran incertidumbre entre los científicos.
Supongo que es esa incertidumbre sobre los complejos mecanismos que determina el clima la que llevado a los autores del informe del IPCC-2007 a no especificar qué parte del aumento de 0,74 que está causada por el hombre por lo que, en realidad, nos está diciendo que tienen una seguridad del 90% de que saben bien poco.
En 2001 el IPCC se apresuró a publicar y a defender una frase estrella que resultó ser falsa y eso dañó su credibilidad y la de la comunidad científica. En 2007 el IPCC ha enmendado su error, lo que ciertamente le honora, y ha adoptado una posición mucho más seria y honesta. En un asunto de tanta importancia como el clima, es crucial que el IPCC mantenga su credibilidad y no vuelva a mezclar ciencia y política.


La Vanguardia, 10-03-2007

http://www.columbia.edu/~xs23/catala/articles/2007/canvi_climatic/canvi_climatic_2_ciencia_y_politica.htm



Cambio Climático (III): A La Vuelta de la Esquina

A finales del siglo XIX, la humanidad se enfrentaba a un serio problema medioambiental: el estiércol. La población urbana se disparaba y, dado que el medio de transporte principal eran los coches de caballos, los excrementos se acumulaban peligrosamente en la ciudad causando hedor, enfermedades respiratorias y fiebres tifoideas. Los sabios, que proyectaban una explosión demográfica a lo largo del siglo XX, predijeron una crisis ecológica sin precedentes.
Han pasado cien años y el miedo a morir sepultados por boñigas ecuestres se ha evaporado. Los que no han desaparecido son los augures de la desgracia. Es como si tuvieran su propia ley de la termodinámica: ellos ni se crean ni se destruyen, sólo se transforman. En su actual encarnación, los catastrofistas (cuyo exponente más conocido es el actor Al Gore) nos dicen que el planeta se calentará tanto que el nivel del mar subirá 7 metros provocando inundaciones masivas y hecatombes varias.
Los científicos serios, cuya opinión intenta resumir el informe del Panel del Cambio Climático de la ONU (IPCC), son mucho menos dramáticos. Por ejemplo, sobre la subida del nivel del mar (que es el tema potencialmente más peligroso para el hombre), durante los noventa se decía que subiría un metro, en el informe del 2001 dijo que serían 49 cm y el de 2007 dice que el aumento medio será sólo de 34 cm. Parece que, a medida que los conocimientos mejoran, las predicciones científicas son cada vez menos pesimistas, cosa que contrasta con la creciente histeria de los profetas de la calamidad.
Ustedes se preguntarán: Y todo esto, ¿cómo lo saben? Los catastrofistas simplemente se lo inventan por lo que deben ser ignorados. ¿Y los científicos? Pues la verdad honesta es que… tampoco lo saben: lo proyectan con complicados modelos matemáticos.
Para que las predicciones de esos modelos sean acertadas se necesitan dos elementos. El primero, un modelo matemático correcto. Sobre la fiabilidad de éstos no voy a opinar porque no soy climatólogo, pero los mismos climatólogos confiesan que sus modelos actuales son muy imperfectos ya que el clima depende de muchos factores que no acaban de entender con precisión. El mismo gráfico 2 del IPCC-2007 confiesa que el nivel de comprensión científica de los efectos de la radiación solar, el vapor o los aerosoles es bajo.
Pero aunque los modelos fueran correctos, acertar en las predicciones requiere un segundo elemento: saber cuántos gases de efecto invernadero va a haber en la atmósfera durante el siglo XXI. Y aquí es cuando abandonamos el terreno de las ciencias del clima y entramos en el de la especulación económica. Entre otras cosas, hay que saber cual será al crecimiento de la población, su nivel de renta, su composición sectorial (la industria, por ejemplo, emite más que los servicios) o la tecnología que se utilizará para producir esa renta o para secuestrar el CO2 previamente emitido. No hace falta decir que la capacidad de los economistas (e insisto que yo no soy climatólogo) de predecir esos factores a 100 años vista con algún tipo de fiabilidad es, digamos… ¡nula!
Y como el IPCC sabe que no hay fiabilidad, lo que hace es simular diferentes escenarios: en uno la población (y por lo tanto las emisiones) crece mucho, en otro poco, en uno nos hacemos ricos, en otro no, en uno seguimos utilizando petróleo, en otro no, etc. Luego utilizan diferentes modelos para estimar los aumentos de temperaturas bajo cada uno de esos escenarios y los hace públicos en su informe.
La ONU piensa que con eso soluciona el problema, pero se equivoca: las predicciones sólo son realistas si los escenarios son realistas y algunos claramente no lo son. Por ejemplo, en el escenario llamado A2 se hace el supuesto de que la renta de los países pobres crecerá hasta los niveles que actualmente tenemos los ricos y que, a pesar de ello, la población mundial seguirá aumentando hasta alcanzar los 15.000 millones de personas. Eso es muy poco probable ya que cuando sube la renta la natalidad baja, como demuestra la experiencia de España y Europa en las últimas décadas.
Otro ejemplo: en el escenario A1FI, se proyecta que la renta per cápita mundial subirá desde los 3.900 dólares actuales hasta los 75.000 y que, a pesar de ello, seguiremos utilizando las mismas tecnologías intensivas en petróleo y carbón. Eso es muy poco probable ya que la mayor riqueza incrementará la demanda de esos recursos y, en consecuencia, su precio subirá (miren, si no, lo que ha pasado en los últimos años a raíz del crecimiento de China). Eso hará que la gente pase a utilizar aparatos que gasten menos (miren cómo bajó la demanda de 4x4s en Estados Unidos cuando el petróleo se puso a 70 dólares/barril) y que las energías alternativas que ya existen pasen a ser rentables y sustituyan a las fósiles.
Lo interesante es que estos dos escenarios tan poco probables desde del punto de vista económico son los que proyectan los aumentos más dramáticos de temperaturas y del nivel del mar. Claro que incluso los escenarios más razonables son poco fiables ya que incurren en el mismo error que cometieron los sabios del siglo XIX: ignoran las innovaciones que se van a producir a lo largo del siglo y que ahora no podemos ni imaginar. Al fin y al cabo, en 1900 no sólo nadie soñó que durante el siglo XX aparecerían el teléfono móvil, Internet, los transbordadores espaciales o el bikini, sino que fueron incapaces de ver que el automóvil –que a la postre fue la solución al problema del estiércol urbano- estaba a la vuelta de la esquina.



La Vanguardia, 17-03-2007


Xavier Sala-i-Martín és Catedràtic de Columbia University i Professor Visitant de la Universitat Pompeu Fabra


Cambio Climático (IV): El Tipo de Interés


Imaginen que una constructora les enseña un estudio que demuestra que su casa se va a derrumbar dentro de 100 años y les hace una oferta: ustedes y sus descendientes pagarán 3.000 euros al año durante un siglo; a cambio, la empresa irá haciendo obras para evitar tener que reconstruir la casa dentro de 100 años, cosa que tendría un coste estimado de 500.000 euros. ¿Piensan que es una buena oferta?
La respuesta es… ¡depende de los tipos de interés! Fíjense que la constructora les está proponiendo ahorrar 3.000 al año durante 100 años a cambio de una casa valorada en unos 500.000 euros dentro de un siglo. Para saber si la oferta es buena, deben estimar cuánto dinero tendrían sus hijos si, en lugar de aceptarla, ustedes depositan los 3.000 euros anuales en un fondo de inversión. Si el tipo de interés de ese fondo es cero, dentro de 100 años sólo habrá 300.000 euros en la cuenta. Como la constructora ofrece una casa valorada en 500.000, la oferta es atractiva. Pero si, como es más realista, los intereses son, digamos, un 6%, entonces invirtiendo 3.000 euros al año, sus descendientes tendrán más de 18 millones en su cuenta. En este caso, la oferta de la constructora es mala y solamente sería atractiva si una casa en 2100 costara 18 millones de euros.
Este ejemplo refleja un principio económico importante llamado principio del descuento: cuando el tipo de interés es realista, sólo vale la pena sacrificar hoy cantidades importantes de dinero para prevenir catástrofes lejanas si éstas son extraordinariamente costosas.
Les explico esto porque el mismo principio debería guiar las decisiones sobre el cambio climático (CC) ya que, según los científicos serios, los costes de dicho cambio no se van a notar en décadas o quizá siglos. El principio del descuento sugiere que propuestas como el protocolo de Kyoto, que comporten gastos elevados en el presente, no deberían adoptarse a no ser que los costes del CC se prevean descomunales. Esa es la conclusión a la que llegan la mayoría de estudios como los de William Nordhaus de la Universidad de Yale.
Un artículo reciente del profesor británico Nick Stern contradice todos esos trabajos y concluye que deberíamos gastar hasta un 15% de nuestro PIB para evitar el CC. A pesar de que Nordhaus y Stern utilizan los mismos modelos de evaluación del impacto económico del CC que estiman que los costes del CC en la actualidad son esencialmente cero y que se acercarán al 3% del PIB dentro de 100 años, sus conclusiones son diametralmente opuestas. ¿Cómo se explica la diferencia? Respuesta: ¡otra vez los tipos de interés! Como en el ejemplo de la empresa constructora, cuando se usa el 0% (el caso de Stern) se concluye que vale la pena gastar mucho hoy para evitar el desastre y cuando se utiliza el 6% (Nordhaus), no. Así de simple.
La pregunta, pues, es: ¿Qué tipo de interés deberíamos utilizar para tomar decisiones racionales sobre el CC? Los ecologistas usan un argumento de tipo ético para defender la aplicación del 0%: descontar el futuro, dicen, es dar menos peso o menos valor, a generaciones futuras y eso es una injusticia. Este argumento es atractivo… aunque muy debatible. Por ejemplo, el principio de justicia Rawls requiere dar más importancia a los grupos de personas más desfavorecidos. Stern acepta este criterio cuando compara regiones del mundo ya que da mayor peso a África porque es pobre. En una incomprensible pirueta intelectual, Stern no aplica la misma regla cuando compara generaciones. Al fin y al cabo, nuestros hijos no sólo van a heredar un planeta más caliente. También heredarán una tecnología y unas instituciones que les van a permitir ser mucho más ricos que nosotros. De hecho, las propias simulaciones de Stern y del IPCC suponen tasas de crecimiento de cerca del 2,5% que implican que la gente en 2100 será entre 15 y 25 veces más rica que nosotros. Si es de justicia Rawlsiana dar más peso a los africanos porqué son pobres, entonces uno tiene que dar más importancia a las generaciones presentes porque también son pobres en relación a las futuras. Es decir, es de justicia aplicar un tipo de interés a la hora de evaluar costes intergeneracionales por lo que las conclusiones de Stern están equivocadas.
Para que se hagan ustedes una idea de lo que significa esto: Suponiendo que el protocolo de Kyoto consiguiera eliminar futuras catástrofes climáticas y si el tipo de interés fuera del 6%, la tasa de crecimiento del 2,5% y los costes del CC se manifiestan dentro de 100 años, solamente valdría la pena implementar Kyoto (cuyo coste anual estimado es del 1% del PIB mundial) si las pérdidas ocasionadas por el cambio climático dentro de 100 años fueran del 33% del PIB anual. Las peores predicciones de los más catastrofistas hablan de pérdidas 10 veces más pequeñas que eso. Conclusión: el protocolo es una idea terrible.
Estos cálculos se han hecho bajo el supuesto de que Kyoto acaba eliminando totalmente el riesgo de catástrofes. El problema para los defensores del protocolo es que ni siquiera eso es verdad. De hecho, se estima que si no hacemos nada, el aumento de temperaturas será de 2,8 grados en 100 años. Y si implementamos Kyoto las temperaturas aumentarán en 2,8 grados no dentro de 100 sino de… ¡106 años!
¿Vale la pena sacrificar el 1% del PIB (500.000 millones de euros) cada año (repito, cada año) durante 100 años para posponer el calentamiento en sólo 6 años? La respuesta es no: malgastar dinero para no conseguir casi nada es una mala idea, sea cual sea el tipo de interés.




La Vanguardia, X-04-2007


Cambio Climático (V): Entre Unos y Otros

En el debate sobre el cambio climático hay tres tipos de actores: en un extremo está una minoría que niega la evidencia científica del calentamiento global. En el otro extremo está una gran cantidad de gente que exagera los hechos científicos demostrados, que toma las predicciones basadas en modelos poco fiables como si fueran verdades inapelables, que atemoriza a la población augurando cataclismos varios, que insulta y desacredita a los discrepantes y que, después de cada tormenta, demanda irreflexivamente la implementación del protocolo de Kyoto. Y a mitad de camino entre unos y otros existe gente que intenta analizar el problema racionalmente, separando lo que dicen realmente los informes científicos de la propaganda y, sobre todo, intenta utilizar el sentido común para diseñar políticas adecuadas. Es precisamente cuando el planeta se calienta que hay que mantener la cabeza fría y no dejarse llevar por el pánico o por la histeria de los extremistas.
En mi último artículo expliqué que los enormes gastos que comportaría la implementación directa del protocolo de Kyoto no compensan los reducidos beneficios que obtendremos dentro de 100 años. ¿Quiere decir eso que no debemos hacer nada? No necesariamente. Lo que sí quiere decir es que (a) debemos invertir en cosas más productivas y (b) si decidimos reducir emisiones, debemos hacerlo de la manera más barata posible.
La inversión más productiva relacionada con el medio ambiente es, sin lugar a dudas, el I+D. Dicen los expertos que hay tres áreas prometedoras en las que investigar. La primera es la de las energías alternativas. Aquí tenemos un ejemplo del perjuicio que puede causar el delirio de los radicales: los científicos dicen que la fusión nuclear que dará energía limpia e ilimitada, aún tardará 50 años. Al exagerar los catastrofistas la urgencia del problema, nuestros líderes estén abandonando la investigación en fusión nuclear porque creen que llegará demasiado tarde. Y eso es un grave error.
Una segunda línea prometedora es la de limpiar el CO2 ya emitido como hacen los árboles con su función clorofílica. Se está progresando en el tema del secuestro de CO2 pero todavía estamos lejos. La tercera línea es el almacenamiento de energía. Fíjense en la cantidad de energía natural –solar, eólica, mareas, tormentas, etc- que desaprovechamos simplemente porque no tenemos buenas baterías donde almacenarla. De hecho, el problema actual de las energías renovables no es que sean caras sino que no son fiables porque no se generan cuando se necesitan sino cuando quiere la naturaleza. Si pudiéramos acumularlas cuando sopla el viento o luce el sol para ser utilizadas cuando son necesarias, el problema se habría acabado.
En cuanto a la política de reducir emisiones, existen tres alternativas. La primera, que es la que proponía Kyoto originalmente, es la regulación: el estado asigna arbitrariamente unas cuotas de emisión y se pone en la cárcel a quien emita más de lo permitido. Imaginen que hay dos empresas, A y B, que emiten CO2 y que, para A, el coste de reducir emisiones es muy bajo mientras que para B, es prohibitivo. Si se obliga a las dos a reducir las emisiones en 50 toneladas (tm) cada una, quizá la empresa B tenga que cerrar, cosa que tendría importantes pérdidas económicas y aumento del paro. Se estima que hacer eso costaría el 5% del PIB mundial cada año.
La segunda es la que ha adoptado la Unión Europea: también se asignan cuotas de emisión pero se deja que las empresas compran y vendan esas cuotas. Si se permite que la empresa B le pague a la A un dinero para que ésta reduzca 100 tm en lugar de 50 tm, la reducción total de emisiones será la misma, pero los costes económicos serán mucho menores porque el ahorro lo hace la más eficiente. Se calcula que el coste de esa estrategia es del 1% del PIB anual.
La tercera vía es la que proponen un creciente número de economistas que el profesor Harvard Greg Mankiw llama el club de Pigou en honor al inglés Arthur Cécil Pigou. La idea es aumentar los impuestos sobre productos que emiten CO2 –por ejemplo la gasolina, el petróleo o el carbón- y, a cambio, reducir otros impuestos distorsionadores. Si el tipo impositivo es suficientemente alto, la empresa A (que, recuerden, es la eficiente), evitaría pagar esas tasas a base de reducir sus emisiones en 100 tm. A la empresa B le saldría a cuenta no reducir emisiones y pagar los impuestos. Fíjense que la reducción global sería la misma que con las cuotas pero con una gran diferencia: con las cuotas, el dinero que paga B se lo queda la empresa A mientras que con el impuesto, el dinero se lo queda el estado. Y aquí está el truco de la propuesta: el estado debe compensar las distorsiones causadas por la nueva tasa rebajando otros impuestos que ahora perjudican la actividad económica como el IRPF. ¿Resultado? Las emisiones se reducen exactamente igual que con las cuotas, pero el impacto económico negativo es mucho menor.
Un aviso: para que esta estrategia de sustitución de impuestos funcione, es importante asegurarse que los políticos realmente utilizan la recaudación del impuesto pigouviano sobre el CO2 para rebajar el IRPF –y reducir así los costes de la política medioambiental- y no para aumentar el gasto y satisfacer su conocida avidez fiscal y electoralista.
Sea como sea, existe un gran espacio para el debate medioambiental sereno y sosegado, lejos de la histeria de los extremistas de ambos lados y de las constantes amenazas y los insultos que profieren entre unos y otros.




La Vanguardia, 17-04-2007



Cambio Climático (y VI): No Es Nuestra Prioridad

Al Gore afirma que evitar el cambio climático (CC) no es una cuestión de política sino de moral. Es nuestra obligación ética, dice, dejar a nuestros hijos un planeta mejor.
La utilización de conceptos de moral y ética en el debate sobre el CC indica que algunos analizan el problema del calentamiento global no tanto desde la ciencia como desde la religión. En un discurso pronunciado en la universidad en California, Michael Chrichton equiparó al movimiento ecologista con una nueva religión ya que hablaba de la irrupción del hombre en el paraíso terrenal con un pecado original contaminador llamado revolución industrial y que prometía la salvación eterna si se cumplían los mandamientos revelados en Kyoto. A mi también me da la impresión que algunos radicales del CC apuntan tics sacerdotales. Pero, a diferencia de Chrichton, no lo digo por el contenido de sus ideas sino por la forma cómo las defienden que a menudo recuerda a los tribunales de la Santa Inquisición. Por ejemplo, antes de siquiera entrar en debate, acusan a los que discrepan de estar al servicio, no del demonio, sino de Exxon (que me parece que es mucho peor) o de ser neocones pagados por el satánico Bush. Llaman negacionistas a los que no comulgan con sus ideas equiparándolos con los nazis que niegan el holocausto. Exigen censura a los medios de comunicación para acallar a los que se desvían del catecismo oficial. Piden que se silencie a los ignorantes que no tengan un título de física, aunque el debate sea más un tema de estadística y economía que de climatología. Culpan a los sacrílegos de querer destruir el planeta e incluso los denuncian por no amar a sus hijos. Y claro, todo esto lo hacen sin aportar pruebas, porque los poseedores de la verdad absoluta nunca han necesitado pruebas para condenar al hereje a la pira purificadora. Les basta con hablar, como Torquemada, desde una supuesta superioridad moral.
A mí, la verdad, todo esto me parece bastante cómico. Una sociedad sana debe debatir los temas importantes de manera abierta y civilizada, sin actitudes inquisidoras. Les diré incluso que estoy de acuerdo con Al Gore cuando dice que tenemos la obligación ética de dejar un planeta mejor a nuestros hijos. Pero un planeta mejor no quiere decir un planeta más frío. Un planeta mejor es (también) un planeta sin pobreza. O un planeta sin SIDA o Malaria, un planeta sin malnutrición, un planeta donde todo el mundo tiene acceso a la educación y al agua potable, un planeta sin guerras, corrupciones políticas o gangsterismo.
Y dado que hay muchas maneras de mejorar nuestro mundo, el debate debería centrarse en cómo priorizar a la hora de hacerlo y no en quien ostenta la superioridad moral.
Sí, ya sé que algunos dirán que no hace falta priorizar porque luchar contra el cambio climático no impide luchar también contra la pobreza. Pero eso es falso. Las restricciones presupuestarias existen y cuando un gobierno dedica dinero o capital político a luchar contra el calentamiento, no puede dedicar esos medios a la cooperación internacional. Del mismo modo, cuando una empresa dedica recursos de responsabilidad social a mejorar el medio ambiento, no los dedica a promocionar infraestructuras de agua en África.
Y no. No vale decir que luchar contra el CC va a generar mayor crecimiento porque la verdad es que reducir el CO2 va a costar mucho dinero. Tampoco vale decir que luchamos contra el calentamiento para evitar que los africanos se queden sin agua dentro de 100 años, porque los africanos no tienen agua hoy: en la actualidad ya hay dos millones de niños que mueren de diarrea cada año por falta agua potable. Si todo esto lo hacemos para ayudar a los pobres, solucionemos primero los problemas de los pobres de hoy y después ya ayudaremos los de dentro de un siglo.
La pregunta clave del debate del CC es, pues: si priorizáramos de manera racional, con información experta y sin las histerias generadas por películas de Hollywood, ¿qué problema de los muchos que tiene el mundo, deberíamos atacar primero? Existe un grupo en Dinamarca llamado Consenso de Copenhague que ha intentado responder a esa pregunta. Primero reunió a un grupo de sabios que incluían a varios premios Nobel con los más expertos defensores de dar prioridad a la lucha contra el CC y pidió a éstos que expusieran sus ideas, sus razonamientos y sus evaluaciones de costes y beneficios de solucionar el problema. Luego hizo lo mismo con los que querían priorizar la lucha contra el hambre, la erradicación de la malaria, el acceso al agua potable y así hasta 17 problemas de primer orden mundial. Una vez escuchados todos los expertos, se pidió a los sabios que establecieran un orden de prioridades. El resultado: la lucha contra el SIDA y la malaria encabezaban la lista y les seguían la pobreza y la malnutrición, las barreras arancelarias que impiden a los países pobres comerciar y crear riqueza, el acceso al agua potable y la educación. Lo interesante es que el cambio climático ocupaba la última posición.
El Consenso de Copenhague repitió el experimento con 24 embajadores de las Naciones Unidas y con un grupo de jóvenes, representantes de las generaciones futuras. En ambos casos los resultados fueron idénticos: puede que el calentamiento global sea un problema importante. Pero no es el único problema importante a los que se enfrenta la humanidad. Una vez se comparan las urgencias y las necesidades, los costes y los beneficios, los pros y los contras, la lucha contra el cambio climático no es nuestra prioridad.


La Vanguardia, X-05-2007

http://www.columbia.edu/~xs23/catala/articles/articles.htm

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